LA INVENCIÓN DE LA MEDITERRANEIDAD
Crónica de un mito urbano contemporáneo
Es fácil encontrar en la actualidad las huellas de aquella misma obsesión noucentista por la armonía, el dominio racional y consesuado sobre las desavenencias, la conversión de la ciudad en un centro de ciencia, de arte y de cultura, sembrado por todas partes de belleza pública. Deuda extraordinaria también con las propuestas para una urbanidad específicamente barcelonesa –templada, equilibrada, integradora, atenta a las pedagogías que se le imparten desde las instituciones ... –, en tantos sentidos opuesta a la imaginada como española, que motivan buena parte de la obra y la mlitància política de Eugeni d'Ors –a quién devolveremos enseguida–, Jaume Bofill o Josep Carner, con una cierta dosis de escepticismo en el este último caso. Esa función antipasional del arte urbano es antigua. De ahí la preocupación novencentista –restablecida enérgicamente hoy en día– por la decoración urbana y por otorgarle al arte público un papel central en un proyecto urbano que se inspiraba en una cierta imagen de las ciudades clásicas o renacentistas. Fue aquella sensibilidad orientada al orden la que convocó a los artistas a que hicieran su aporte a una didáctica de los principios de civilidad y ayudaran a exorcizar con la belleza de sus obras expuestas en calles, jardines y plazas las amenazas constantes que acechaban desde el corazón mismo de la ciudad: el conflicto, el desorden que encarnaban los obreros y los sectores populares con sus antiestéticas luchas. Es en la década de 1920 que se extiende la convicción de que la propia ciudad debía ser considerada como una obra de arte, que en ella debía producirse la comunión mística entre urbe y creación. Para ello
Ahora bien, entre ese propuesto mitologizante y la realidad puede haber distancias abismales. Se vuelve a demostrar como la memoria oficial y la memoria mercantil significan en realidad una amnesia total, o mejor la voluntad de camuflar aspectos inconvenientes o molestos del pasado real de la ciudad. Las políticas de promoción de Barcelona llevan años proclamando, en efecto, esa presunta “mediterraneidad” de la ciudad y mostrando como un éxito "la recuperación" de su litoral marítimo. Barcelona –se ha repetido– ha vivido demasiado tiempo “de espaldas” a su realidad mediterránea y era urgente "abrirla al mar". Curiosa afirmación, que supone olvidar que durante décadas, miles de personas vivieron literalmente en la playa, en los grandes asentamientos de chabolas del Somorrostre, el Bogatell, el Camp de la Bota, la Mar Bella, el Pequeño Pekín. Pero esta subciudad de chabolas no existió nunca o aquéllos que en ella vivieron no hace tanto no eran auténticos barceloneses. Por otra parte, esta debilidad a la hora de exaltar los valores marítimos no ha sido inconveniente para eliminar los entrañables chiringuitos de la Barceloneta. O para que la zona comercial del Hotel Arts, a la sombra del pez de Franz Gehry, devorara una buena parte del Passeig Marítim. O para que los hoteles y viviendas de alto nivel y los hoteles de Diagonal Mar acabaran levantando entre la ciudad y la playa una muralla mil veces peor que la que supusieron en otra época las vías del tren. Por no hablar de las catastróficas consecuencias de las obras del Fórum 2004 sobre el litoral barcelonés, de dudosa legalidad a la luz de la ley de costas y denunciadas en su momento por Greenpeace por sus efectos sobre el medio ambiente ¿Son muestras de "recuperación del mar" agresiones directas contra el horizonte como el Imax del Port Vell, el Word Trade Center –esta apoteosis del quiero y no puedo de que está saturado el "modelo Barcelona"–, que amputa la desembocadura visual de La Rambla, o el nuevo edificio de Catalana de Gas, que literalmente tapona la perspectiva desde paseo de Sant Joan y el Arc de Triomf?
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